sábado, septiembre 17, 2011

El catolicismo manda literalmente a Cristo, a la mierda

Esto, que para muchos no dejará de ser una herejía, no lo es en el caso de ser católico, creyente y ungido por la Fe y la Gracia del Espíritu Santo.
Ese matiz anterior es importante dado que para entender la aplastante lógica de las palabras que vendrán más tarde, es totalmente necesaria la aceptación de la doctrina eucarística, y a ella solo se llega por la Fe. Quod erat demostrandum.
Terminado el preámbulo entramos en materia.
Para un hipercrítico descreído como yo le es extraña la necesidad de convertir lo inmaterial, aquello que solo atañe al alma, la esencia de Cristo en suma; en algo material como la Eucaristía, una oblea de trigo candeal que las monjitas manufacturan entre alegres rezos y entrega abnegada. Siempre pensé, y eso tal vez esconda una fatal envidia de los creyentes, que el acto de la transubstanciación (que definiré mas tarde) venía por el hecho de que los católicos, como buenos crédulos, apenas creen en nada. De ahí debe venir esa necesidad de darle un soporte físico a Cristo, algo que les convenza de que “realmente” se lo han echado al coleto del alma. Y es que no me puedo imaginar una misa de hace dos mil años.
Cura: “El cuerpo de Cristo”
Creyente: “¿Cómo el cuerpo de Cristo? ¿Dónde? ¿De qué modo?
Cura: “Es que es así, hijo mío. Yo lo digo y el penetra en tu alma”
Creyente: “Perdone Padre, pero es no he notado nada” (con voz y cara incrédula)
Cura: “Pero es que así, hijo mío. Es solo el espíritu de Cristo lo que entra en tu alma”
Creyente (Cada vez más incrédulo): “Pero ¿Cómo tengo yo la seguridad de que ya estoy en Gracia?”
Cura (Repiqueteando, nervioso, el pie en el suelo y mirando la cola que ya parece la de un Hipermercado el sábado por la tarde): “Mira, hijo, porque lo digo yo. Si te parece bien, perfecto, y si no, ve a protestarle al obispo”
Creyente: “No, padre. Si me parece perfecto. Pero claro, así en frío, sin notar nada de nada… ¿Cómo se yo que usted lo ha hecho bien?”
Esta situación, imaginaria por supuesto, debió suceder más de una vez. Y por esa razón decidieron preparar una interfaz en la que ubicarle. Haciéndolo a través de la transubstanciación.
¿Qué significa esa palabra de dieciocho letras? “Por el tamaño de la palabra, algo importante” Dirán los descreídos. Pues sepan que aciertan.
La transubstanciación es una conversión que se opera en la plegaria eucarística con la consagración y mediante la eficacia de la palabra de Cristo y la acción del Espíritu Santo. Con ello se considera que bajo las especies consagradas del pan y del vino, "Cristo mismo, vivo y glorioso, está presente de manera verdadera, real y substancial, con su Cuerpo, su Sangre, su alma y su divinidad" (Concilio de Trento: 1640; 1651).
O sea que, una vez consagrada, la oblea de trigo candeal contiene en cada uno de los átomos que la componen, la substancia entera de Cristo. A Cristo entero. Ninguna partícula, ningún bosón ha quedado vacío de su Substancia Divina.
Pero ahora viene la parte mundana del asunto.
Podemos convenir que la eucaristía, que contiene, repetimos, a Cristo entero en toda ella; entra en el cuerpo del creyente y, salvo que la Iglesia haya efectuado estudios que demuestren lo contrario, repite el mismo proceso que haría cualquier pasta de té o incluso el denostado “Donuts”. Esto es: llega al estómago y él hace su trabajo repartiendo una parte de la oblea en el torrente sanguíneo, que será el encargado de llevar a Cristo hasta el alma. Pero el resto, una parte indeterminada de ella (y aquí viene lo importante) pasará al intestino. Ya en él, recorrerá el delgado, recorrerá en grueso, llegará al recto y por fin será expulsada, en la defecación que corresponda, mezclada con las heces. En lenguaje vulgar: parte de la ostia saldrá mezclada con la mierda en alguna de las cagadas post eucarísticas.
¿Qué queréis que os diga? Triste fin para el que los creyentes consideran el Hijo de Dios. Triste solución la adoptada por la jerarquía eclesiástica para ubicarle.
No es de extrañar, entonces, que la Humanidad pierda el rumbo. No es de extrañar que el Dios Padre, el vengador del Antiguo Testamento, nos mande una desgracia tras otra. Si aquí nosotros, en la Tierra, desperdiciamos de ese modo ingentes cantidades de su Hijo, no podemos esperar sino lo que Él tenga a bien mandarnos. Aceptar las desgracias como purga fatal de la insolencia que representa mandar al mismo Jesús a la mierda.

Idea extraída del libro: “El catolicismo explicado a las ovejas” de Juan Eslava Galán. Editorial Booket. Colección “divulgación Historia”
Fuente litúrgica: http://es.wikipedia.org/wiki/Transubstanciaci%C3%B3n

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